Muy lejanos, muy lejanos están ya los tiempos de la fe sencilla, y sólo nos los recuerdan las piedras doradas por el liquen y los retablos pintados con figuras místicas de las iglesias viejas. No obstante, suelo encontrar en las romerías, ferias y caminos hondos de mi tierra, un tipo que me hace retroceder con la imaginación a los siglos en que por ásperas sendas y veredas riscosas, se oía resonar el himno ¡Ultreja!, cántico de las muchedumbres venidas de tierras apartadísimas a visitar el sepulcro de Santiago, el de la barca de piedra y la estrella milagrosa, el capitán de los ejércitos cristianos y jinete del blanco bridón, espanto de la morisma.
Siempre que a orillas de la árida carretera, sentado sobre la estela de granito que marca la distancia por kilómetros, veo a uno de esos mendigos de esclavina y sombrero de hule que adornan conchas rosadas, otros días y otros hombres se me aparecen, surgiendo de una brumosa oscuridad; y así como en el cielo, trazado con polvo de estrellas, distingo en el suelo el rastro de los innumerables ensangrentados pies que se dirigían hace siglos a la catedral hoy solitaria...
Me figuro que los peregrinos de entonces no se diferenciaban mucho de éstos que vemos ahora. Tendrían el mismo rostro demacrado, la misma barba descuidada y revuelta, los mismos párpados hinchados de sueño, las mismas espaldas encorvadas por el cansancio, los mismos labios secos de fatiga; en la planta de los pies la misma dureza, a las espaldas el mismo zurrón, repleto de humildes ofertas de la caridad aldeana... Hoy hemos perfeccionado mucho el sistema de las peregrinaciones, y nos vamos a Santiago en diligencia y a Roma en tren, parando en hoteles y fondas, durmiendo en cama blanda y comiendo en mesas que adornan ramos de flores artificiales y candelabros de gas...
En la choza del aldeano acogen cordialmente al peregrino. Para una casa donde le despidan con palabras acres, tratándole de haragán y de vicioso, hay diez o doce que abren la cancilla sin miedo y le reciben con hospitalaria compasión, dándole por una noche el rincón del «lar» en invierno y el «mollo» de fresca paja en verano...
De verano era aquella noche -16 de agosto, fiesta de San Roque milagroso-, cuando un peregrino pidió albergue al labrador más rico de la parroquia de Rivadas. El labriego, que era de éstos que llaman de «pan y puerco», había celebrado aquel día una comilona con motivo de ser San Roque patrón de la aldea y haber llevado él, Remualdo Morgás, el «ramo» en la procesión. Allí estaba todavía el ramo, respetuosamente apoyado en la pared, salpicado de flores artificiales, de hojas de talco y de rosquillas atadas con cintas de colores. Y la «familia», es decir, la parentela y los convidados, bien bebidos, bien comidos, regalados a cuerpo de rey, con esa abundancia que despliegan en día de hartazgo los que todo el año se alimentan mal y poco, se disponían a formar tertulia en la puerta, tomando «el lunar».
Los viejos se sentaron en bancos de madera, taburetes o «tallos»; una muchacha alegre requirió la pandereta; otra, no menos gaitera de condición, sacó las postizas; los mozos se colocaron ya en actitud de convidar al baile; los chiquillos, con el dedo en la boquita, el vientre lleno y estirado como un tambor, digiriendo el dulce arroz con leche, muertos de sueño y sin querer acostarse, esperaban a ver el regodeo. La reunión estaba muy alegre, animada por la buena comida y el vinillo, y dispuesta a solazarse hasta la medianoche, hora bastante escandalosa en Rivadas.
Aparecióse entonces el peregrino. Le reconocieron de verle por la mañana en la iglesia, donde había pasado el tiempo que duraron la misa y la función, arrodillado en la esquina del presbiterio, con los brazos abiertos, los ojos fijos en el Sagrario, y rezando sin cesar. Las plantas de los pies, que se le veían por razón de la postura, habían arrancado a las mujeres -tal las tenía- frases de asombro y lástima. Las guedejas largas, negras, empolvadas y en desorden, colgaban sobre la esclavina agrietada y vieja, donde ya faltaban algunas conchas, y otras se zarandeaban medio descosidas. La calabaza del bordón estaba hecha pedazos; el sayo, de paño burdo, mostraba infinidad de jirones y remiendos. No debía de llevar ropa interior, porque al subir los brazos para ponerlos en cruz, aparecían desnudos, flacos, con las cuerdas de los tendones señaladas de relieve y los huesos mareándose lo mismo que en una momia.
Con todo, al presentarse de noche el peregrino, no le miraron los labriegos sin alguna prevención. Estaban contentos, hartos, en ánimo de divertirse y aquel hombre ni venía a bailar ni a reír; advertíase que no era de esos bufones de la mendicidad, encanto de las tertulias de los campesinos, que pagan su escote diciendo agudezas y vaciando el saco sin fondo de los cantares y los cuentos. Hicieron sitio al peregrino, y hasta le ofrecieron un rincón del banco; pero se comprendía que hubiesen preferido no tener aquella noche semejante huésped.
Sentóse, o mejor dicho se dejó caer, rendido, sin duda, por el calor y la fatiga ya crónica. Desciñóse el zurrón, flojo y vacío por arriba, pero que en el fondo abultaba, y se quitó el sombrero adornado de conchas pequeñas. Era un hombre como de treinta a treinta y cinco años, de cara larga, cóncavos ojos y barba muy crecida. Sentado y todo, en vez de saludar al concurso, rezaba entre dientes.
-Déjese ahora de oraciones, y coma, que falta le hará -advirtió compadecido el tío Remualdo-. Rapazas, a traerle «bolla» de la fiesta y un vaso de vino viejo.
-No bebo vino -contestó el penitente; y todos callaron, sin atreverse a insistir, porque comprendieron que estaba «ofrecido», que había hecho voto de no catarlo. La moza de las castañuelas presentó el zoquete de «bolla» y el peregrino lo tomó con ansia; pero antes de llegarlo a la boca, se bajó, cogió con los dedos un puñado de polvo y lo esparció sobre el pan, hincándole al punto los dientes.
Mascó con avidez atragantándose, y pidió agua por señas, apuntando a la calabaza rota. Un mozo ágil y vivo salió por agua a la fuente..., pues en día como aquél del patrón San Roque, el agua estaba proscrita en casa de Morgás. Presto volvió con una «cunca» o escudilla de barro llena de agua fresquita, y el peregrino, arrojándose a la escudilla, la asió con las dos manos y la apuró de una vez, sin respiro. Limpióse la boca con el reverso de la mano, y pronunció en tono de compunción profunda:
-¡Gracias a Dios!
-Pudo venir antes, hombre -indicó en son de censura el tío Remualdo-. Pudo venir por la tarde..., y comía y bebía a gusto carne y bacalao a Dios dar.
-Por la tarde no podía, no, señor -objetó el peregrino-. Tenía que ayunar desde puesto el sol de ayer hasta ponerse el de hoy. Y tenía que pasar las horas del día éste rezando con los brazos abiertos...
-¡Jesús, Ave María; San Roque bendito! -murmuraron las mujeres con acento entre lastimero y respetuoso.
Ninguna pensaba ya en cánticos ni en danzas; el peregrino, que momentos antes les había parecido un estorbo, ahora absorbía su atención; asediábanle a preguntas.
-¿Va a las Ermitas? -indicaba una.
-No, irá a la Esclavitud -advertía otra-. No, al Corpiño... A Santa Minia de Briones...
-Voy a Santiago -respondió el peregrino-. Con ésta son siete las veces que tengo ido, siempre por caminos diferentes, cuanto más largos y más malos mejor.
-¿Por oferta?
-Por oferta de toda la vida.
-¡De toda la vida! -repitieron atónitos los aldeanos, que, sin embargo, son gente que hace lo posible por no admirarse de nada.
-¡Ay! -silabearon viejas y muchachas, agrupándose en torno de él-. ¡Ay, nuestra alma como la suya! ¡Éste sí que gana el Cielo! ¡Es un santo!
-Soy un pecador malvado, infame -contestó sombríamente el peregrino, que sin duda tenía aprendido de memoria y preparado el modo de acusarse y confesarse en público-. Soy un pecador malvado; no soy «dino» de que la tierra me aguante vivo ni de muerto... ¿Queréis darme de palos o hartarme de bofetones, almas cristianas? Haréis muy bien, y yo rezaré por vosotros.
Y como los aldeanos se quedasen suspensos, mirándose, reiteró la súplica.
-Ya me habéis dado de comer, y el Señor vos lo pagará y vos lo aumentará de gloria; ahora vos pido por el alma de vuestros padres que me deis con un palo. Hice oferta de dejar que me sacudan y de pedir por Dios aún más. Nadie quiere... Pues bien lo merezco... ¡Soy un pecador malvado! -repitió con entonación lastimera.
-¡Jesús! -gimoteó la provecta señora Juana, mujer del anfitrión, juntando las manos como para orar-. Tanto ayuno y tanta penitencia, «malpocadiño»... A la fuerza tiene que ser por un pecado muy grande, muy grande. ¿Qué pecado fue, «santiño»? Todos somos pecadores. ¡Jesús, Jesús!
No respondió el peregrino al pronto, y sus ojos, relucientes como ascuas, se fijaron en la mujer que le dirigía la pregunta. La luna había salido ya, y le alumbraba de lleno el rostro. A su luz, clara entonces como la del mediodía, se vieron correr por las demacradas mejillas del penitente dos lágrimas.
-Yo tuve un hermano -murmuró al fin con voz cavernosa-. Éramos solitos, porque quedamos sin padre ni madre. Mi hermano era el más pequeño. Trabajaba bien la tierra, y vivíamos. Él andaba loco detrás de una rapaza del lugar, que se llamaba Rosa. Y ella..., Nuestro Señor la perdone..., ríe de aquí, canta de allí..., y todo se le volvía alabarse de que a mi hermano le haría cara, pero que a mí me aborrecería, que no me daría ni una palabra si me arrimase a ella, que más se quería casar con el último de la aldea que conmigo... Y en las romerías y al salir de misa, me hacía burla y me decía vituperios... Y yo por tema me arrimé..., y Rosa...
-¿Qué hizo? ¿Le quiso? ¿Dejó a su hermano? -preguntaron ansiosas las mujeres, interesadas por el drama de amor que entreveían en aquel relato entrecortado e informe.
-Lo dejó..., ¡Dios la perdone! -respondió el penitente, arrancando de lo hondo del pecho un suspiro largo-. Y..., tanta rabia tomó el infeliz, que se vino a mí como un lobo a querer matarme... Yo me defendí... ¡Nunca me defendiera!... ¡Soy un pecador malvado, almas cristianas!...
Los gemidos y sollozos empañaron su voz. Todos callaban; la señora Juana se persignó devotamente...
-«Ahora» -continuó el peregrino alzando la cabeza- estoy ofrecido a pasar toda la vida peregrinando a Santiago y pidiendo limosna. Los días de fiesta, ayuno..., ¡porque un día de fiesta fue cuando!... Vamos, ya saben quién tienen aquí... ¿No me darán un rincón para pasar la noche?
La señora Juana se levantó y fue a disponer la paja más fresca y mullida, en un cobertizo pegado a la casa, sitio excelente para tiempo de verano. Buscó un saco de harina y lo colocó de modo que hiciese de cabezal; y, dispuesta así una cama envidiable, llamó a su huésped. Pero éste, abriendo el zurrón, sacó de él un piedra cuadrada, que era lo que abultaba en el fondo, y la puso en el sitio del saco de harina; hecho lo cual, se tendió en la paja. Sin duda estaba rendido, exhausto; se comprendía que le era imposible dar un paso más.
Después de su marcha, las mozas intentaron otra vez bailar, cantar y divertirse. Sin embargo, lo hacían con poco brío, sin animación ni empujones ni carcajadas. El peregrino las había «asombrado». Cantaron en dialecto coplas tristes, como ésta que traduzco:
Todas las penas se acaban,
mi glorioso San Martín;
todas las penas se acaban;
las mías no tienen fin.
Y los mozos, puesta la mano detrás de la oreja, columpiando el cuerpo, les respondían con esta otra:
Cuando oigas tocar a muerto,
no preguntes quién murió;
¡puede ser, niña del alma,
puede ser que sea yo!
A la madrugada, cuando la caritativa vieja señora Juana fue al cobertizo a llevar al huésped una «cunca» de leche fresca y espumante, no vio más que el hueco del cuerpo señalado en la paja.
La piedra había desaparecido, y el hombre también, continuando su eterno viaje.
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